El siguiente documento recoge información inédita sobre la vida de uno de los personajes más emblemáticos de la cultura neoespartana. Estas líneas son producto de una exhaustiva investigación en la cual el testimonio de Johan Rodríguez —hijo de Juan Antonio— fue clave—. Vaya a mi amigo y a toda su familia un enorme agradecimiento por la paciencia y la disposición a colaborar en cada pregunta y por facilitar esos importantes datos que han permitido que esta columna sea posible. Reciban un abrazo en la distancia.
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En la madrugada del miércoles 16 de junio de 1937, en la localidad de Punta de Piedras, nació Juan Antonio Rodríguez. Fue hijo de Dolores Rodríguez —ama de casa— y Juan León —pescador de oficio—. Su padre, en un principio, se desentendió de él, por lo que la madre asumió toda la carga de la crianza. Lamentablemente, la desgracia tocó muy temprano en la vida del pequeño. Con tan solo 5 años perdió a la mujer que lo trajo al mundo. Desde ese entonces, el niño pasó al cuidado de la familia materna y debió mudarse al barrio Simón Marval, donde fue atendido por su tía Petra Rodríguez, quien lo crio hasta los 10 años.
En ese sector, Juan tomó por costumbre el irse solitario a los pozos de Monte Oscuro y de El Águila —el de Cándida—, lugares donde cazaba animales autóctonos con su gomera. Llegó a desarrollar una técnica impecable y mortífera que usó tiempo después para tumbar de un solo tiro a las distintas aves marinas de la región. También recolectaba pitigüeys y yaguareys para su consumo. Con los años, la carencia de las figuras paternales tornó difícil su carácter, lo que le fue forjando una reputación de muchacho callejero y peleón.
De vez en cuando, Juan Dolores —como le decían por su madre— visitaba a sus tías Asunción “Chon” Rodríguez y Mana Juana Rodríguez en Punta de Piedras. Con esta última —y ya empezando la adolescencia— el muchacho creó un nexo fuerte que le hizo tomar la decisión de mudarse de nuevo y de manera definitiva a su lar natal. En ese lugar pasó el resto de su crianza de juventud. Su residencia oficial quedaba frente a la laguna de La Boca.
A los 16 años, Rodríguez se enfrentó a una diatriba que marcó su vida y su estirpe. Juan León, su padre, lo buscó para reconocerlo formalmente como su hijo, pero Juan Dolores se negó y decidió quedarse con su apellido materno.
Ya asentado en Punta de Piedras, Juan conoció a Tomás Salazar, coterráneo contemporáneo con quien forjó una amistad que duró el resto de su vida. Salazar —hermano de Chago Venal— tenía una mejor posición económica que Rodríguez. El estatus de Tomás le facilitó el poder ser dueño de una lancha a muy corta edad. En dicha embarcación se iba con Dolores a pescar a la laguna, la costa, Cubagua y a otras islas del Caribe —como La Blanquilla, La Orchila, La Tortuga y Los Roques, lugares donde más abundaba el trabajo en la época—. Fue en esa constante brega que Rodríguez perfeccionó su oficio como apneísta; es importante acotar que además destacó como pescador de orilla, y que manejó hábilmente el carrete, la puya lanza, la atarraya, el tren costero y el garapiño.
La afición del hijo de Dolores por las peleas se amplificó de grande; gracias a su enorme contextura física —la cual mantuvo hasta el resto de sus días—, el pescador era el temor de todos los hombres de Punta de Piedras. Esta misma cualidad también le hizo popular entre las mujeres. De adulto, se supo que Juan perdió solo una pelea, y esto lo contó Tomás Salazar, a quien le tocó recoger a Rodríguez del suelo. El único detalle es que todos estaban tan borrachos, que nunca supieron cuál de los presentes fue el que le ganó.
Y sí: Juan y Tomás también fueron amigos de tragos y farra. Por las noches, con el dinero conseguido por su trabajo —y luego de dar la debida parte a Chon, a Mana y a Petra—, era común verlos ir por ron y mujeres a las tabernas del pueblo, entre ellas el Bar el Mar, de Marina Figueroa, frente a la costa, y el bar de Lolo Vásquez, detrás de la ferretería de Melchor. En este último lugar protagonizaron más de una trifulca. En aquel tiempo, ya Rodríguez había pulido el curioso y jocoso hábito de inventar palabras (“sivariólico” o “induméstico”, por ejemplo), hecho que amplió mucho su popularidad en cada sitio al que llegaba.
Ya a finales de la década de los cincuenta y con tan solo 22 años, la fama de Juan como pescador, peleador y Adonis se había extendido más allá de Punta de Piedras. A mediados de 1959, el hijo de Dolores empezó un romance con la que sería la madre de sus hijos: Ana Isolina Figueroa. En poco menos de un año comenzaron su vida en concubinato, lo que los llevó a alquilar una propiedad al lado de la vivienda materna —gracias a unos ahorros de la chica—. Rodríguez tenía 22 años y Figueroa 17.
El inicio de la relación conllevó a que Tomás y Juan dejaran de lado la pesca juntos. El causal fue que Ana Isolina compró con su dinero lo que pasaría a ser el principal sustento de la familia: la emblemática lancha Rosiris —ARSH: 551, la cual costó 17 bolívares en aquel entonces—, por lo que Rodríguez ya no dependía de Salazar para trabajar. A pesar de su separación laboral, los hombres no perdieron su amistad.
En 1963 nació la primogénita de la pareja, Anahys; y dos años después, en 1965, Luis Felipe. Tras el segundo parto, al verse con la familia crecida, Ana instó a su marido a mudarse a una construcción más grande, cercana a la casa de Juan León (el patriarca). Y así fue; no obstante, las diferencias entre padre e hijo persistían. En el nuevo hogar, en 1967, nació Juan Antonio, el tercer hijo.
La casa volvió a quedarse pequeña, así que Ana Isolina movió sus hilos y logró que Lolo Vásquez —el intendente de turno— les adjudicara un terreno entre las calles Miranda y Mata Siete. Era 1969. En ese espacio, Juan Dolores —luego de endeudarse— construyó la casa familiar que aún hoy se mantiene en pie; en dicho recinto nació el resto de la camada: Carlos, Ana Dolores, Alexander, Jhoan y, por último: Ronald. Las andanzas de Don Juan del hijo de Dolores no acabaron tras su unión. Él seguía saliendo por las noches buscando amores y bebiendo junto a Tomás y el resto de amistades.
Los años pasaron, y las superiores aptitudes de caza y apnea de Juan elevaron aún más su fama, lo que le permitió obtener un cargo como buzo del INP en el Muelle Internacional de El Guamache. Su renombre a nivel nacional era tal que cuando el buque de investigación de Jack Cousteau atracó en Cubagua durante su viaje a Venezuela en 1979, el francés preguntó por él, pues había escuchado de sus dotes. El histórico estrechón de manos entre ambos personajes se dio en la cubierta del Calypso, enfrente de la bahía de Charagato, en noviembre de aquel año.
El 25 de septiembre de 1984, Juan Dolores recibió la noticia de la muerte de su padre, Juan León. Sin embargo, y como era habitual en él, no mostró tristeza alguna. “Mi padre nunca lloró”, aseveró su hijo Jhoan Rodríguez.
Pese a la notable y creciente popularidad, las cosas no iban bien en casa de Juan. Su actitud de mujeriego hizo que su relación con Ana se fuera deteriorando, hasta el punto en que él decidió irse. Fue así como en 1985 empezó a erigir su rancho en Punta de Mangle, al que puso por nombre “Ojos que no ven, corazón que no siente”. La construcción se culminó en 1986, año en el cual se mudó. Allí vivió hasta el último de sus días, 24 años después.
A raíz de su mudanza a Punta de Mangle comenzaron algunos rumores: se decía que Juan tenía pacto con el Diablo. Esto fue debido a las inusuales cazas que realizaba el marino. Entre los peces que capturó se llegó a registrar un espécimen de 657 kilogramos, el más grande de todos los atrapados hasta la fecha (1992) en la isla; se trató de un mero guasa arponeado en los restos del ferry Santa Ana —hundido frente a la bahía de Charagato desde 1980—. El animal debió ser llevado a orilla por dos botes. Lo más extraño de todo es que Juan Dolores cazaba solo, sin ayuda de nadie, y, usualmente, lo hacía de noche o de madrugada, lo cual llenaba de mayor misticismo sus proezas. De a poco, y al no haber alguna explicación razonable para las hazañas del pescador, la gente empezó a llamar “Juan Diablo” al hijo de Dolores. Lo cierto es que el 21 de enero del 2009, a sus 72 años y en su lecho de muerte producto de un ACV que le dio tres días antes, Juan Antonio Rodríguez confesó a sus allegados el secreto de su atípica pesca. Él acostumbraba a llevar carnada a las cuevas de los peces para cebarlos. Era tan buena la estrategia, que los meros y demás especies terminaban amaestrados. Luego, cuando él lo veía oportuno, les daba el arponazo de gracia justo en el cerebro.
A su entierro fueron muchos de los personajes icónicos de la cultura y el quehacer artístico y político margariteño, conocedores de sus aventuras. La misa fue auspiciada por el párroco Ireneo Valbuena en la iglesia de Punta de Piedras. Luego de las exequias, en el Paseo de los Pescadores, frente al mar tuborense, Alejandro “Pelón” Hernández, Ángel Tomás Figueroa (el Tumbalele) y otros connotados músicos entonaron cánticos para despedirlo junto a su gente.
Siete años después de su fallecimiento, el 19 de septiembre de 2016 se estrenó la película Juan Diablo, la Leyenda, dirigida y producida por Daniel Fagúndez, con guion de Leopoldo Plaz Alemán. El film contó con dos canciones originales en honor a él: “Juan Dolores y Juan Diablo”, de Ibrahim Bracho, y “Juan Diablo, la Leyenda”, de Juan Ortiz. Fue así como la Isla que lo vio nacer, crecer, vivir y morir honró su paso y la honda huella que dejó en la historia insular.
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